Este es mi hijo.
Nació hace ya unos cuantos días, 9 para ser exactos.
Desde el momento que nació -bueno, en realidad una o dos horas después-, he estado pensando en escribir mis emociones, en describir mis experiencias aquí en el blog. Sin embargo, por miedo o por cansancio no me había metido a LaCoctelera a hacerlo. No quería escribir algo simplón.
Hoy me quedan aún unos cuantos minutos de fuerzas -es verdad todo lo que dicen sobre las desveladas y el cansancio de los primeros días- así que de una buena vez escribiré el primero de muchos posts sobre Mateo. Para empezar, el angelito pesó 4.11 kg al nacer, cosa que para los entendidos significa cesárea segura. El miércoles 12 estuvimos Andrea y yo todo el día con la inducción -misoprostol- pero Mateo no llegó a encajar la cabecita. Cabezota, perdón.
Y como ya tenía 41 semanas ahí dentro de la panza de Andrea, el doctor decidió ya no dejar necear a la naturaleza. Cosa que resultó muy sabia, al final, dado el niñote que estaba ahí dentro.
Ver nacer a Mateo fue una experiencia que me marcó para toda la vida.
En cuanto asomó la cabeza, dije “¡Hey! ¡Esa cara yo la conozco!!” Y es que -pobrecito- es parecidísimo a mí. Ese fue el primer shock de muchos que vendrían en los siguientes quince minutos. Después, oírlo llorar, atragantándose el poco líquido que había aspirado, luego sentadito en la mesita donde lo pusieron, todo gris -me espanté y por un momento temí que algo andaba mal-, una vorágine de pensamientos venían a mí.
Y digo pensamientos porque, debo confesar, reprimí cuanto pude mis sentimientos, y es que me sentía demasiado culpable de estar viviendo ese momento increíble sin Andrea -tuvieron que sedarla por completo, estaba muy nerviosa en el quirófano antes de que me dejaran entrar- y me dediqué principalmente a preocuparme por que todo estuviera bien, en vez de gozar y echar de gritos. Volteaba a ver a Andrea temiendo que algo nos saliera mal, que de un momento a otro alguien volteara a darme una mala noticia. Pensé: “¡Andrea, resiste, sin ti no puedo!” Pregunté al pediatra y al ginecólogo si mi hijo y esposa estaban bien, respectivamente, y los dos me dieron respuestas casi idénticas: Uf, qué va, está muy bien. No hay nada de qué preocuparse.
Uf. Tantas líneas escritas y sólo llevo cinco minutos de la vida de Mateo.
En fin, tres momentos mágicos para mí a partir de ese momento y hasta que salí al mundo real: cuando pusieron a Mateo debajo del aparato ese que emite calorcito, porque pude acercarme más a él y decirle: “Mateo, hola, eres mi hijo. Soy tu papá. Eres mi hijo”; cuando abrieron la persiana del cunero y ví a mi familia del otro lado, todos felices, abrazándose y besándose, porque ví a mi cuñada Gaby llorar tan efusivamente que por fin me dí permiso de sentir la emoción y también me puse a llorar. El tercer momento mágico ocurrió cuando sacaron a Andrea de quirófano, toda lenta pero despierta, preguntando dónde estaba yo, cómo estaba todo, agradeciéndome por estar ahí, y yo le dije que Mateo estaba bien, que estaba hermoso, que estaba feliz.
Estos tres instantes me hicieron sentir cosas que nunca antes había sentido: tener un hijo, llorar de felicidad, y darme cuenta de cuánto necesito de Andrea para realizarme. En inglés existe una palabra exacta para resumir todo esto: humbling. Es decir, algo así como hacerte sentir humilde, pequeño.
Supongo que quienes lean esto y sean padres habrán experimentado algo similar: te sientes mucho más frágil, porque te das cuenta de que a tu mundo acaba de nacerle una extensión, que quieres cuidar como a tu propia vida, pero estás lleno de incertidumbre y miedo. Y a la vez, te sientes más fuerte, respaldado, orgulloso, realizado.
Qué cosas.
Para terminar este larguísimo post, unos apuntes rápidos:
En verdad el instinto paternal es una cosa maravillosa. Ver a Mateo y Andrea tan necesitados de mi ayuda -él por lo chiquito, ella por la operación- me ha dado una fuerza que no sabía que tenía. Estoy feliz porque puedo decir con orgullo que creo que he empezado con el pie derecho el camino para ser un buen padre.
Sin embargo, la apabullante realidad es que el rol de la madre es mucho más intenso que el del padre. Simplemente, tener un ser durante tantos meses ahí dentro, moviéndose y pateando, para luego alimentarlo con algo que sale de tu cuerpo, es incomparable. Para la madre y para el bebé. A ratos envidio a Andrea, y poco a poco voy entendiendo que, por mucho que me levante en las madrugadas a consolar o alimentar a Mateo, en esta etapa la importante es su mamá.
A los que serán papás próximamente: todos te advierten hasta el cansancio que duermas bien antes del parto, que luego es bien difícil, que no sabes la que te espera… No los escuches. Sí es pesado, pero tratándose te tu hijo/a, las cosas cambian. Eso sí, cerciórate de estar bien asesorado por alguien que haya tenido hijos recientemente -a los abuelos les tocaron otras épocas muy distintas- porque salen un montón de dudas…
Eventualmente, hay que admitirlo, la vida continúa. Todos me habían dicho que me iba a cambiar la vida, pero no me dijeron en qué sentido. Ahora lo sé. Es un poco como reformatear la máquina: cada cosa que haces, aunque la hayas hecho millones de veces, te la replanteas por un segundo: “¿está bien hacer esto? ¿por qué digo/reacciono/hago tal o cual cosa?“. Al final, tristemente, es probable que vuelvas a hacer las cosas de la misma manera. Pero hay una posibilidad chiquita de que decidas que prefieres cambiar. En eso cambias. Y es algo que -no lo sé, lo imagino- sólo se siente tan intensamente con el primer hijo.
Las pocas ocasiones que he salido solo a la calle, he sentido como si trajera un Aleph en el bolsillo. ¡Gracias, Andrea y Mateo!
En fin. Estoy feliz. Gracias a todos los que pusieron un comentario de apoyo en mis posts anteriores, cuando me carcomía la ansiedad. Espero no haber sido muy aburrido.
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