Hoy corrí los 7k de TV Azteca. Fue un recorrido por C.U. que empieza y termina en el Estadio Olímpico, y está lleno de subidas y bajadas. Nunca había hecho este recorrido ni ninguno similar, y el resultado final fue que hice el tiempo miserable de 47 minutos para sólo 7 km. Corrí con una amiga que me afirmó varias veces que si ella empezaba a retrasarse, no la esperara e hiciera mi carrera como siempre, pero para mi gran humillación fue ella la que se despegó a partir del kilómetro 3 y ya nunca la volví a encontrar sino hasta la meta; ella hizo 40 minutos, un muchísimo mejor tiempo que el mío. En gran parte hoy corrí tan mal porque ayer se me ocurrió inscribirme a una clase especial de yoga titulada “108 saludos al sol” (aquí hay una animación linda de este ejercicio). Yo creí que se trataba de poco más que una sesión larga de yoga, pero resultó ser un ejercicio ininterrumpido de más de una hora, y para colmo de males, intenso y aeróbico. De modo que hoy, en la carrera, el cuerpo simplemente me dijo que no. Y terminé haciendo unos cuantos trechos caminando. Terminando la carrera, me reuní con mi amiga y su esposo, y nos dirigimos hacia los coches. Siempre que participo en carreras me quedo al final con una sensación de estar yéndome temprano de la fiesta, y sin embargo nunca hay nada que hacer ahí, entre puestos y gente a la que, lo juro, le veo en la mirada la misma expresión de “¿y luego de aquí qué?“. Probablemente la satisfacción de terminar una carrera larga necesita más premio, más chiqueo, que te vea toda tu familia, que se arme una parrillada ahí mismo, no lo sé. Y he aquí que al ir por mi coche me encontré con que estaba encerrado detrás de otros cuarenta autos, todos metidos en un terreno baldío que unos vivillos habilitaron como estacionamiento para la carrera, y que dichos personajes habían desaparecido. El área del estacionamiento estaba ocupada en un 95% por autos, y el mío estaba justo hasta el fondo; era como uno de esos acertijos imposibles. Para colmo, resultó que varias personas le habían dejado las llaves a los ahora esfumados encargados. Empecé a hacer cuentas mentales y me preparé para irme caminando hasta Coyoacán para desayunarme unas quecas y luego regresar a ver qué había pasado con los coches. Me pareció increíble que los que dejaron sus autos estorbando la justa entrada al terreno no fueran raudos y veloces a recogerlos, a sabiendas de que sin que ellos se movieran nadie podría hacerlo. También era inverosímil que hubiéramos dejado el auto ahí, es de todos conocido que los “cuidadores” de autos se desaparecen antes de terminar el evento. Y adicionalmente, tratándose de un terreno con una sola entrada y de varios autos con llaves encargadas a ellos, se me hizo asombroso que ni siquiera dejaran una nota diciendo “hey, ingenuos, nos robamos los coches de todos, a ver si aprenden la lección”. Así que no se robaron nada, no abrieron ningún coche, pero eso sí, desaparecieron con las llaves de muchos. Sospecho que eran traficantes de llaveros. Así que, víctima de un episodio más de Sólo en México Sucede, me puse a esperar y a hacer amigos. Porque, en medio de la crisis, casi todos tomaron las cosas con calma y solitos empezamos a hacer relaciones con los que nos parecieron agradables y/o accesibles. Alguien sugirió que quizás las llaves estaban en las llantas de los coches, pero no. Otro más sugería que al menos fuéramos a buscar un carrito de tamales. Yo encontré una puerta sin candado que hacía que los del fondo tuviéramos esperanzas de salir más pronto: sólo hacía falta que se moviera un auto que estaba, precisamente, estacionado detrás de esa puerta. Pero frente a mi coche estaba otro que, según me informaron, “es de una chava, pobre, le dejó las llaves al chavo”. Y resultó que dicha “chava” era una muy agradable y ojiverde jovencita con la que rápidamente conecté. Estuvimos platicando de sus desventuras (ella iba a correr los 13k y no vió la desviación, de modo que terminó corriendo sólo 7 km, dejó el celular en el auto de modo que no podía comunicarse con los amigos con los que iba a encontrarse, etc), y junto a una pareja de unos 45 años, hicimos una amistad de esas que sientes que podrían durar años. Nos reímos de la tragedia, la molesté por creer que vivimos en Holanda y se le pueden dejar las llaves a cualquiera que te diga “viene, viene, quebrando, quebrando” y por acabarse el crédito de mi celular, que le presté para que pudiera llamar a que le trajeran el duplicado. Dijimos, por supuesto, Por Eso México Está Como Está, estuvimos de acuerdo en que somos esclavos del celular, etc, etc. Así fue pasando el tiempo hasta que llegó el dueño del auto que estorbaba y todos, menos mi nueva amiga, empezaron a sacar los suyos. Yo todavía pude platicar un poco con ella mientras otros hacían malabares para esquivar su coche, pero pronto el mío también empezó a ser un estorbo y, casi en contra de mi voluntad, tuve que moverlo. Antes de ello, me despedí de la pareja con la que habíamos estado platicando, y luego de ella, con un pequeño abrazo, como si fuéramos amigos desde la primaria. Le deseé suerte con las llaves y me quedé con ganas de preguntarle nombre y teléfono, pero es conocido el mal gusto que significa ligar enfrente de treinta personas. Me quedé con la impresión de que habría sido divertido conocerla mejor y que la empatía cruzó en ambos sentidos. Y este fue el rato más divertido de toda la carrera. Es lo que le hacía falta a un evento que de otro modo se habría tratado simplemente de ejercicio y tipos con altavoces. Fue el final perfecto, de aquí en adelante voy a buscar replicarlo en conciertos, parques de diversiones, antros y básicamente cualquier lugar donde haya gente abusiva que cobre porque estaciones tu auto en la calle. Pasé dos horas después por el mismo lugar para ver si mi amiga sin nombre seguía ahí, pero ya casi todos se habían ido. Supongo que así debía ser.
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