No recuerdo el momento preciso ni qué pasaba en esos momentos por mi mente, pero cuando supe que la secuestraron, se activaron en mí esas secciones del cerebro que seguramente son las que se prenden al final de la vida, cuando estás en tu cama esperando el momento final, y entiendes durante unos breves segundos que sí, que estas cosas te pasan a ti también, que no tenían por qué no haber pasado nunca. Pensé y pensé en las cosas que vivimos juntos, el día que la conocí, tan platicado por ambos; las veces en que estuve cegado por su amor y cuando después descubrí que pocas cosas habían sido verdaderas en nuestra relación. Recordé cosas malas que le deseé, abrigado por la libertad de saber que era imposible que le ocurrieran debido a mis pensamientos. Cerré un momento los ojos, hice un esfuerzo por dejar de pensar egoísmos pero no hacía más que sentir que todo era parte del karma y que por alguna absurda omnipotencia las cosas se estaban ajustando, no hacia el mejor de los escenarios pero sí hacia uno que hacía falta vivir. No pude pensar en el dolor de su familia ni la angustia que ella misma estaría viviendo. Era demasiado duro. Tampoco pude hacer llegar mi mente hacia el punto en el que todo lo que has hecho en la vida se borra de un plumazo, y ni siquiera por un auto en accidente estúpido ni la pésima suerte en forma de bala, sino por la mezquindad de un grupo de seres que habían decidido que merecían ese poder de decidir sobre la vida de otros y crear el mayor sufrimiento sostenido que se puede imaginar.
Lo que sí podía imaginar eran los escenarios posteriores a lo que mi mente asumía como la consecuencia inevitable. Sólo me detenía a considerar las malas noticias, e incluso cuando las noticias eran buenas, llegaban después de un largo tiempo en el que el alma se había ya dado por vencida y todos nos habíamos hecho a la idea del peor de los resultados. Pensé que de ocurrirle a alguien de mi familia, me cegaría de odio y abandonaría todo en pos de una venganza que tampoco parece ser el camino más común para los familiares de víctimas de secuestro.
Jamás sino hasta ahora se me ocurrió pensar que esos que en algún momento se deciden a capturar a una persona, a interrumpirle el camino, a arriesgarse por unos miles de pesos que son el atajo hacia una vida mejor que jamás tendrán, son quizás los primeros sorprendidos cuando finalmente se deciden a ejecutar el secuestro, y que jamás se llaman a sí mismo “secuestradores”, porque quizás a ellos también les parece una palabra demasiado fuerte, que evoca imágenes de llanto, desesperación, y los inevitables finales tristes, ya sea para las víctimas o para ellos mismos.
No sabía yo en ese momento que ella estaba también viviendo instantes de lucidez nunca antes conocida, recapitulando historias de su vida, recordando pedazos de lo que había o no construido, y que entre esos pequeños recuerdos había espacio para los que tenía conmigo, tanto en los que habrían coincidido si alguna vez hubiéramos tenido tiempo para disfrutar juntos de sus memorias, como los que curiosamente eran opuestos a los míos, y en los que ya jamás nos pondríamos de acuerdo porque las veces en que lo intentamos, invariablemente nos quedábamos cada uno con las mismas conclusiones, excepto cuando las conclusiones eran las mismas pero amplificadas a la luz de las infructuosas pláticas. Por hacer que mi mente dejara de vagar en esos pensamientos tan desagradables, intenté primero dedicarme a tareas generales y luego a otras que exigieran una mayor concentración, pero el sentimiento de tristeza me interrumpía a cada segundo, haciendo que volvieran a pasar por mi mente los mismos pensamientos negativos, las oscuras ideas que yo sentía como premoniciones y que muy en el fondo eran deseos. Sin notarlo, estaba actuando mecánicamente, y aunque incluso contestaba a las preguntas que otras personas me hacían, era como si todo eso lo estuviera viviendo alguien más y no yo. Me preocupó por un momento estar tomando toda esta situación con demasiada angustia, y acto seguido me preocupó no estar dándole la importancia debida, para finalmente sentir una mezcla de liberación y deseo, invadiéndome de forma desordenada.
Justo a la mitad de uno de estos actos involuntarios miré hacia fuera de mí, intentando ubicar una voz que me parecía familiar, vi que extrañamente la tenía enfrente de mí, a ella, y que había dejado de hablarme durante unos segundos, con los ojos nublados por las lágrimas, calculando si debía callar o no. Salió de mí un sonido que correspondía a las palabras “vete, eres libre” pero me sonó como si alguien más lo dijera, y sentí que ese alguien más era un, qué difícil palabra, secuestrador. Me senté a considerar todo esto mientras escuchaba, otra vez en los oídos de alguien más, un ruido como de sirenas.
Legales