Estoy en un Starbucks, esperando que dé la hora de dirigirme a una cita de trabajo. A esta hora (4:00 PM) el café está lleno de jovenzuelos imberbes, sólo habemos dos ratones de biblioteca con laptop, el resto de los comensales tienen entre 13 y 17 años. No son simpáticos a pesar de que se ríen y se ríen, y el día de hoy nos honran con toda la gama de personalidades: la gritona y extrovertida, los novios embelesados en sus mutuas caras, los que intentan aparecer como dueños de la situación, la novia hermosa y platicona con el novio patán y manilargo,.. Una característica común de todos los seres de aquí es que son fresitas (en México, así se les llama a los burgueses, plásticos, superficiales). Hace unos tres años, después de un par de ocasiones similares a la de hoy, noté que ya no me molestaban como antes (yo nunca fui fresa, según yo estaba en un punto medio) y que incluso me causaban simpatía. Pensé “entiendo que son inseguros, y están descubriendo qiuénes son, qué los define, qué les gusta hacer, qué es socialmente aceptado”. Pero hoy descubro que no hay más simpatía para ellos. Me desesperan, Me molestan. Es un enojo sin desprecio, un poco inexplicable. Y es que apenas lo noté: Mateo (mi hijo de un año) algún día se convertirá en uno de estos personajes, quizás se parezca al puberto de cabello chino, brackets y postura despatarrada que desde aquí adivino insegurísimo, o como la gritoncita que repite y repite el mismo chiste, o el niñito que se ríe de cualquier cosa que dice la gritona para parecer “en onda”, o el noviecito con cabello a la Marilyn Manson y pulsera de picos, o… Y siento feo. Es muy extraño imaginarme su personalidad a partir de la que tiene hoy día, en que todo es sonrisas, risas, juego yun poco de berrinche, con un mucho de concentración y curiosidad. Tantos y tantos vicios que llegarán a él provenientes del entorno, de la moda, de lo que muestren en la TV, y tristemente, de mí. Jugará probablemente a parecer rudo, hablará gritando las palabras altisonantes para que todo mundo vea que no tiene vergüenza; andará con los calzones a la vista porque los pantalones serán tres tallas más grandes que la correcta; hablará -ugh- cantadito, alargando la última vocal: “¿ya llegasteee?”, “qué hueva, güeeyyyyy”, etc. ¡Pobre chaparrito! No estará con él su papá, por supuesto, para ayudarle, para decirle que no se vaya con la finta y que sea él mismo, para “soplarle” una respuesta ingeniosa ante un chiste de esos que llevan jiribilla… Y por supuesto que no estará ahí su papá con él, no lo necesitará (espero), estará muy lejos del bebé que es hoy, que necesita que lo carguen o remolquen a cualquier lugar que esté más allá de una puerta cerrada o unas escaleras, que no habla y por lo tanto no puede todavía pedir unas quesadillas de desayunar porque hoy no se le antojan huevos estrellados, que, en fin, depende completamente de sus padres para vivir. Es raro imaginar todo esto, y al mismo tiempo sé que para cuando el momento llegue, los tres estaremos más que preparados, habremos pasado ya por los difíciles 3, los divertidos 5, los activísimos 8, los primeros reportes de la escuela, quizás incluso la primera novia, las rebeldías sin sentido, la necesidad de independencia hasta para vacacionar, etc. Así que adiós adolescencia de Darío, adiós llegar a la hora que sea o tomar vacaciones espontáneas cualquier fin de semana, adiós a pensar “qué me importa que las nuevas generaciones estén echadas a perder, ese no es mi asunto”. Hola, paternidad.
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